sábado, febrero 19, 2011

Vocación docente (Úrsula)

Por la frecuencia con la que se suele hablar de la vocación docente, deberíamos, en primer lugar, definirla históricamente para poder acordar su significación. Vocación se define como “llamado interior”. Su origen se encuentra en la creencia de un “llamado divino” para acercarse a la vida religiosa. Conjuntamente a la idea de destino humano fijado por Dios, las vocaciones fueron atendidas como dones por descubrir y misiones por cumplir. De la vocación religiosa, se extendió esta concepción de “llamado divino” a cualquier otra profesión que se presentara como fuerte inclinación a ser ejercida. Por la misma condición de ser un destino determinado, se creyó en una única vocación que debía ser descubierta y aprovechada en el campo ocupacional. Luego, ¿Cómo descubrirla?
Uno podría remontarse hacia la vida intrauterina e imaginarse cómo debió comenzar, desde allí, el conocimiento del mundo, cómo fuimos atemperándonos con los primeros estímulos y los imperceptibles mandatos que fomentaron una aspiración hacia la vida exterior. Debimos aprender a recibir el oxígeno de nuestro ambiente para que se produzca el intercambio en nuestro organismo, comenzamos a sentir el afecto o no, la atención alimentaria o no y los cuidados sanitarios o no. Entonces, la primera vocación que se tiene es la de ir adaptándonos, mientras van llegando otros alicientes que nos reacomodan continuamente y además, mucho más adelante nos llevarán, quizás, a que nos lleguemos a dar cuenta que también somos estímulo que repercute, de alguna manera, en la integridad del mundo. Los seres humanos vivimos, actualmente, en un mundo fragmentado, complejo y dislocado. Conformamos un mundo que no logra constituirse definitivamente como tal, en tanto el significado del concepto “mundo” implica una “totalización de sentido”, una única realidad en la que las cosas, los hombres y los dioses se relacionan, vinculan y articulan entre sí formando las partes o los momentos de una totalidad que los engloba, los comprende, les confiere identidad y sentido. Es una época paradójica, ya que al mismo tiempo que se produce una tendencia hacia la “globalización”, de un modo de vida propiciado por el mercado, por la ciencia y las técnicas modernas, sentimos, percibimos y experimentamos una incertidumbre ante la totalidad. Desde las ciencias del comportamiento humano, al comenzar a concebir a la personalidad como una resultante de la interacción entre los factores innatos y los factores adquiridos, la Psicología y la Educación fueron estrechándose, sin acordarlo, lazos de colaboración. La primera debió detectar la base caracterológica y el nivel de inteligencia, mientras la Educación se ocuparía de encontrar mejores métodos para implementar ese potencial. Ambas, aún ligadas a resultados de optimización, fueron contribuyendo a la concepción de vocación como el conjunto de llamados para ser y hacer aquello que se pudiera efectuar mejor. Y he aquí, que desde el origen histórico del vocablo “vocación”, las habilidades para realizar diferentes tareas se encararon, desde entonces, como disposiciones a detectarse por la educación, y también por la recién nacida orientación vocacional. El ser humano, luego de nacer, comienza a sentir con más fuerza la energía interna y externa, su latido rítmico vivencia el moverse hacia delante, gateando, caminando, subiendo, corriendo, deteniéndose. Aprende todo lo que puede y como puede.
Nos dejamos enseñar y reunimos un bagaje de información que procesamos según la individualidad de cada uno. A corta edad, nos instalamos en un pupitre y esta situación nos mueve a pensar. El verbo “pensar” deriva de “pesar” y “sopesar”, que significan “ponderar el peso de algo” “examinar algo”. La etimología permite advertir que los pensamientos pesan, que ejercen una fuerza, que gravitan. Y en el momento que a uno le toca cumplir el rol de alumno, se encuentra a disposición del modo o la forma de aquel otro que enseña. Al pensar, comenzamos a examinar nuestras propias fuerzas a la hora de enfrentar, sostener o defender un pensamiento. Desde nuestra esencia, deseamos intercambiar reflexiones con el otro para lograr una armonización, pero si observamos detenidamente al que ocupa el lugar de enseñante, sólo podemos percibir sus estrategias, técnicas y estilos que les resultan eficaces para poder llevar un curso de alumnos, más o menos homogeneizado. Debo haber tenido compañeros que pasaban las horas escolares deleitándose en hacer alguna transacción de compra-venta de objetos, o pensando en ir a ayudar a sus familiares en los quehaceres domésticos o comerciales, imaginándose en talleres mecánicos, en peluquerías, salvando vidas, o jugando un partido de futbol, manejando
autos, camiones, colectivos y aviones. Pero, yo no dejaba de observar el vínculo del que educa y del que aprende. Pensaba, cuándo podría ubicarme como educadora para poder de una forma u otra, encender en cada uno de los alumnos, esas “llamadas interiores” o vocaciones, desde donde ellos generasen el deseo genuino de hacer, para sentir, finalmente, su verdadero ser. Sócrates decía que necesitaba dialogar con los otros y hacerles preguntas porque “no sabía”. Insistía una y otra vez en que era la propia ignorancia la que lo había conducido a esa actividad molesta. Aconsejaba sobre todo a los que se consideran más sabios, ponerse en el lugar del que no sabe. Se llama “ironía” a aquella actitud que cuestiona las verdades más arraigadas desde el no saber e “irónico” al que asume tales actitudes.
La ironía socrática, esta actividad de hacer preguntas desde el lugar del no saber, ha quedado como un ejemplo o modelo hacia la filosofía posterior, y desde aquel momento se ha considerado a la filosofía como algo molesto, como una actividad que incomoda. El mismo Sócrates hablaba de esa incomodidad y se comparaba con un tábano que molesta al buey y no lo deja dormir. Entonces, él molestaba a la polis de Atenas, para que no se durmiera, para que no aceptara su forma de vida sin evaluarla, sin cuestionarla. Por lo antedicho, me lleva a recordar un relato que planteaba que si tuviéramos la posibilidad de resucitar a un cirujano que murió hace cien años y lo lleváramos a un quirófano, éste no sabría operar con los nuevos instrumentales y técnicas que se emplean hoy, pero si tuviéramos la posibilidad de resucitar a un maestro que murió hace cien años y lo lleváramos a un aula, éste sabría utilizar los instrumentos (tiza y pizarrón), técnicas de clase discursiva y frontal que aún continúan, hoy, en la enseñanza. Pero en esta búsqueda personal, la de observar, desde los primeros años de mi escolaridad primaria, y luego la secundaria e incluso durante el nivel terciario, pude conceptualizar a la practica áulica como un espacio de construcción, supe tener en cuenta lo no dicho, lo actuado, lo gestual, el currículo oculto, los códigos innombrables, la tolerancia, el acierto y el desconcierto. Cuando tuve la oportunidad de ingresar al rol del educador, desde ese lugar pude poner en práctica al gran equipaje acumulado, descargándolo en experiencias interactivas que me llevaron a considerar una vez más al otro, pero esta vez, fue al educando. Y yo continuaba sosteniendo la mirada en el vínculo entre el alumno y el profesor, no sólo en búsqueda de la vocación propia sino en la de cada uno de los alumnos. Al avanzar en la carrera, pude reacomodarme en el oficio de alumna, por elección, más selectiva por cierto en cuanto al tipo de enseñanza que deseaba recibir, pero por sobre todo dándome cuenta de que en el arte de la enseñanza-aprendizaje lo más importante es el amor. Y es que es, justamente, en esa donación y receptividad donde uno se encuentra en pleno ejercicio de la vocación.

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