domingo, agosto 22, 2010

El aniversario de la escuelita

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El aniversario de la escuelita
Juiciosa estaba sentada la Sarita, apretujando el programa entre los dedos. Lo doblaba y desdoblaba, cumpliendo un ritual nervioso. Tan ajado estaba ya el papel que casi no se leían las letras. Se sentó cerca de la puerta, por si se arrepentía y elegía irse temprano. Sabía que los otros Agosti la miraban de reojo y pensó que quizás no había sido tan buena idea el haber ido.
La invitación había llegado una mañana, junto con la factura de servicios eléctricos. La Sarita le preguntó sorprendida al cartero si no se trataba de un error. (¿Seguro que el sobre dice “Sara Agosti”? A ver… Sí, soy de Embajador Martini, igual que mis hermanas.) La preciosa tarjeta venía dentro de un sobre con filigranas de oro que abrazaban letras igual de doradas invitando al Centenario de la Escuela Número Treinta de Embajador Martini, La Pampa.
Cambió varias veces de idea: que iba, que no iba, que tal vez sí, que mejor no… Por las dudas, sacó el pasaje. Siempre hay tiempo para arrepentirse.
Le preguntó a su hermana Maru si quería acompañarla, pero no hubo forma de convencerla. La Maru era orgullosa: nunca había podido superar el dolor de haber tenido todo y haber perdido todo. A la Antonia, su hermana mayor, en cambio, ni siquiera le preguntó (pero prefiero no ventilar aquí sus razones).
Y llegó el día de la partida. Su corazón latía violento cuando subió al avión. Me dijo por teléfono que pensaba hospedarse en un hotel del pueblo, pero yo le ofrecí quedarse en mi casa. ¡Faltaba más! Además, le sugerí que fuéramos juntas a la fiesta. Siempre es mejor ir acompañado, para no mostrar el lado flaco.
Pensé que al final la Maru tenía razón que prefirió no ir. Pero mi amiga tenía que dar la nota: ella era la corajuda, la valiente. Y ahí estaba, temblando en un compás de ansiedad. La felicidad que en algún momento soñó que sentiría brillaba por su ausencia. A menos que llamara “felicidad” a ese inquietante estado mezcla de euforia y desazón que le oprimía el pecho.
De repente, arremetieron las guitarras, ligeramente desafinadas y tocando todas el mismo tono.
Había varios oradores programados. A su turno, se hicieron oír algunos docentes de antaño, entre ellos, la directora más antigua en vida, maestra de la escuelita durante cuarenta años; fue recibida con un enorme ramo de flores en nombre
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del alumnado y del plantel docente. En tanto, se aprestaba para pronunciar su discurso el mismísimo intendente, don Rodolfo Agosti, presentado por su sobrina nieta, la señorita Ángela Agosti, jovencísima maestra de quinto grado.
En la Escuela Número Treinta había otra señorita Agosti, de nombre Rosita, tía de Ángela y casi jubilándose. En total fueron seis los Agosti que pasaron por la escuela como docentes. Más difícil hubiera sido llevar la cuenta de cuántos habían pasado como alumnos. Nomás entre los presentes había cerca de una veintena.
Con motivo de la celebración, los alumnos de los últimos grados habían hecho imprimir una gaceta en donde se podía leer una vasta publicidad de comerciantes y profesionales de la zona que patrocinaban el evento escolar. Incluía una reseña histórica que los alumnos de séptimo del turno mañana habían realizado sobre la fundación del pueblo. Los apellidos de las familias patricias eran los mismos que inundaban la publicación de propagandas; entre ellos, por supuesto, los Agosti. Y entre éstos, el mismísimo jefe comunal.
- Ya se encuentra con nosotros nuestro distinguido Señor Intendente, perteneciente a una larga estirpe de nuestra sociedad. Su abuelo y su padre han sido prominentes fundadores de nuestro pueblo…
Entre estruendosos aplausos comenzó su alocución:
- Queridos embajadoreños: Estamos aquí reunidos para celebrar hoy con todo regocijo esta fiesta. Nuestros padres y abuelos han iniciado este camino que hoy nos toca transitar a nosotros. En este día, me llena de gozo el centésimo aniversario de nuestra escuela. Por ella han pasado sus alumnos más dilectos, entre ellos, quien les habla, primogénito de don Rodolfo Agosti y nieto de don Ettore Agosti. Mi abuelo había venido de Italia con mi abuela, doña Carolina, y sus tres hijos, a poblar estas pampas…
No quise ni mirarla a la Sarita en ese momento, porque imaginaba su cara y la pena me mordía el corazón: ella era bastante orgullosa cuando íbamos a la escuela. O quizás me parecía… Y bueno: era la mejor alumna, puros “sobresalientes”. Además, iba a la escuela en zapatos, igual que sus hermanas, que estrenaban cada veinticinco de mayo, y usaban ropa comprada de los figurines. Mi hermano y yo, en cambio, íbamos a la escuela en alpargatas y mi mamá nos hacía casi toda la ropa que usábamos, a excepción del traje dominguero que nos dejaban poner solamente para ir a misa. Yo la quería tanto justo por eso, porque ella se juntaba conmigo sin hacer diferencias.
La Sarita era los ojos de su padre. Si casi la estoy viendo, acomodadita en su
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regazo, mientras él leía el diario El zonda (pasquín anarquista o fascista, nunca supimos con certeza). En cambio, la favorita de su madre, la Eusebia (bella wichí de pelo renegrido), era la Antonia, rubia de ojos claros como don Ettore. Cuando el gringo murió, aparecieron los primeros hijos, que había tenido con doña Carolina en Italia. Las hijas de la Eusebia no lo pudieron resistir. Por eso digo que lo tenían todo y lo perdieron todo. Antonia, la mayor, que rendía sus exámenes de piano en Buenos Aires, dejó el conservatorio de música. La Sarita, que justo estaba terminando la primaria, y la Maru, que le llevaba dos años, se fueron a trabajar a Buenos Aires como costureras seis horas diarias y cobrando medio salario por ser menores de edad.
En fin, todo se supo el día en que se leyó el testamento. Rodolfo, el hijo mayor, tenía la edad de la Eusebia. Doña Carolina y su prole cayeron como peludo de regalo a ver qué les tocaba en el reparto. Y les tocó casi todo. Cómo olvidar la cara de la Eusebia… sus ojos se achinaron más que nunca. La gente del pueblo cambió su trato hacia sus hijas: de una casi idolatría a un franco desprecio. Hasta la diferencia de edad entre la Eusebia y don Ettore sacaron a relucir, cosa curiosa porque era algo nadie parecía haber notado antes.
Los aplausos y vitoreos la volvieron a la realidad justo cuando casi comenzaba el último número previsto: la entrega de medallas al mejor promedio del último grado de primaria de cada año. Desfilaron por el escenario, conformando una curiosa variedad de edades. El primero en subir fue el más joven del grupo, el Juancito D’arimatea, mejor promedio del año pasado. Luego fue el turno de Ariana Rosales, la mejor del anteaño. Y así sucesivamente fueron pasando los demás hasta que le llegó el turno a la Sarita. Cómo resultaría semejante sorpresa. Cuál sería la reacción de los otros Agosti, los legítimos Agosti. El Señor Intendente fingió un llamado telefónico y salió al patio con su celular pegado a la oreja. La joven señorita Agosti no resistió la tentación y aplaudió con todas sus fuerzas (desde que se puso de novia estaba muy sentimental), en tanto que la otra señorita Agosti abrazó a la Sarita con la calidez de una auténtica sobrina (que por otra parte era). Pero quien no pudo contener las lágrimas al recibir la medalla fue a la Sarita, tallando ese instante que se convertiría en un recuerdo imborrable.

Caminó toda la noche

Caminó toda la noche
El gurí se había dormido en el umbral del edificio, pegadito a la puerta principal. Una mujer quiso despertarlo para poder pasar, pero le resultó imposible. Estaba tan cansado… parecía haber caminado toda la noche.
El Cruz era un gurí alto y esbelto, de bellos ojos pardos y piel de barro esmaltado. Representaba algo más que sus once años. En su pueblito habían quedado su madre y varios hermanos, y sabía con certeza que no volvería a verlos jamás.
Un hombre le había prometido un trabajo, que Cruz en verdad necesitaba para ayudar a su madre a alimentar a sus hermanitos. El tipo era un gringo rubio de unos 35 años, que intentaba esconder su incipiente calvicie dejándose el escaso cabello hasta la cintura, logrando el efecto contrario al que probablemente deseaba, pues parecía definitivamente más viejo.
Una tarde calurosa, el gringo y el Cruz se internaron en el monte hasta llegar a un galpón que parecía abandonado. Ahí recién se le cruzó al gurí la duda por primera vez: ¿Cuál era la necesidad de ir tan lejos? Además, ya estaba casi oscureciendo y el monte nocturno no es lo que digamos un lugar apacible. Escuchó el canto de la lechuza y eso lo calmó: no podía ser un mal presagio.
Las intenciones del gringo quedaron expuestas justo al trasponer la puerta del galpón, pero era un hombre fuerte, de brazos enormes que agarraron al Cruz.
Cuanto más se apuraba en pensar qué hacer menos le salía. Respiró profundo y se abandonó a su memoria. Ahí se le apareció el recuerdo del machete. Era un machete enorme: ¿Podrían sus bracitos flacos sostenerlo? No había otra alternativa y eso decidió al gurí, que buscó a tientas en la oscuridad del galpón mientras el hombre lo sostenía con un brazo mientras con el otro lo tironeaba de la ropa.
El primer machetazo le costó, pero logró zafar al tiempo que el hombre caía pesado al suelo. No alcanzó a levantarse, que el segundo machetazo lo dejó tieso. ¿Estaría muerto? Había que asegurarse: ¿Quién le creería? Tenía que terminar todo ahí.

lunes, febrero 01, 2010

jueves, enero 14, 2010

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